Popularmente, y en el caso de los seres humanos, la dieta se asocia a la práctica de restringir la ingesta de comida para así conseguir o mantener cierto peso corporal.
Esta práctica se desarrolla desde hace varios años y tiene que ver con el estereotipo de belleza corporal, el cual fue modificándose a lo largo de la historia hasta alcanzar lo que en nuestros días sabemos que constituye un cuerpo delgado y tonificado como ideal de belleza física (y hasta de éxito personal).

A partir de esos días, hemos sido testigos del nacimiento de innumerables dietas que aparecen en principio como la última y definitiva solución al problema de la obesidad. Se ha probado de todo: dietas de bajas o muy bajas kilocalorías (800 a 1200 kcal), dietas disociadas (prohíben combinar hidratos de carbono con proteínas), dietas cetogénicas (eliminando grupos de alimentos como los hidratos de carbono, los cuales son esenciales), dietas de un solo alimento, dietas altas en proteínas y grasas, y un sinfín de etcéteras. Todas ellas logran un importante descenso de peso, pero a corto plazo, y muchas veces a expensas de una pérdida de agua y tejido muscular y poca o ninguna pérdida de tejido adiposo. Además, muchas son carentes en macro o micronutrientes (calcio, hierro, ácidos grasos esenciales, vitaminas, etc.), o proporcionan en exceso ciertos nutrientes como sodio, colesterol, grasas saturadas y azúcares, lo que sin dudas, pone en riesgo la salud.
Sin embargo, paralelamente a la existencia de tantas dietas “infalibles”, la obesidad es una enfermedad que continúa en aumento hasta el punto de ser la primera enfermedad no transmisible que ha sido declarada como epidemia en el siglo XXI por la Organización Mundial de la Salud.
La obesidad es una enfermedad crónica, caracterizada por un aumento excesivo del tejido adiposo o graso, traducido en un aumento del peso corporal. Sabiendo esto puede deducirse que el tratamiento de dicha enfermedad también será crónico, es decir, implica cambios de estilo de vida y de actitud hacia la comida que deben durar toda la vida. Combinando ejercicio físico, comiendo saludable y equilibradamente y acompañando y sustentando estos hábitos con apoyo psicológico. En ocasiones el tratamiento incluye fármacos, los cuales deben ser prescritos por médicos especializados en la clínica de la obesidad. Otra estrategia terapéutica es la cirugía que, sin embargo constituye la última alternativa y no significa que una vez llevada a cabo con éxito, el paciente se encuentre libre de cuidados y un cambio de estilo de vida.
Esta “fiebre por las dietas” se acompaña curiosamente por una obsesión hacia la comida y sobre todo, hacia ciertas comidas – generalmente dulces, frituras, pastas rellenas, etc.- que son las tradicionalmente prohibidas por toda dieta. El ser humano tiene una naturaleza muy peculiar que determina que cuando algo le es prohibido, automáticamente se transforma en el objeto de su deseo. Con lo cual, ante tanta restricción se consigue lo siguiente: reprimir hasta el límite el deseo de consumir estas comidas hasta que al quebrase la voluntad (o terminar el plazo de la dieta), se come con voracidad aquello que, sin dudas terminará con el aumento y recuperación del peso perdido.

¿Por qué el fracaso?
No inculcan hábitos que puedan sostenerse a largo plazo. Las restricciones calóricas y de grupos de alimentos promueven dietas monótonas que aburren y terminan en el abandono del tratamiento. El descenso de peso alcanzado, no puede mantenerse a lo largo del tiempo ya que las personas vuelven a comer como comían antes de hacer la dieta en cuestión.
La restricción energética produce descenso del índice metabólico basal. Este mecanismo es normal y fisiológico, constituye el gasto de energía que se produce en el organismo para que éste cumpla con todas las funciones vitales. No podemos vivir sin comer y cuando dejamos de comer o lo que comemos no es suficiente, se disparan “señales de alarma”, provenientes de hormonas y neurotransmisores que ordenan al organismo a que disminuya el gasto de energía, como mecanismo de protección. Este hecho, sumado al punto anterior, hace que al volver a la dieta habitual, no solo se recupere el peso perdido, sino que probablemente el peso sea aún mayor.
Olvidan el gasto calórico como componente fundamental del balance energético. Lo que llamamos balance energético es el resultado entre la energía consumida, mediante las kilocalorías proporcionadas por los alimentos y la energía producida (quemada o gastada) mediante todos los procesos fisiológicos que lleva a cabo el cuerpo y por los movimientos (actividad física) que realizamos a diario, y que constituye el gasto calórico. El peso “normal” o saludable es el resultado del equilibrio entre la energía que ingresa y la que se gasta. Por lo que podemos ver que no existe una “dieta” que logre bajar y mantener el peso “sin esfuerzo”, por lo menos no una que lo logre y lo mantenga por mucho tiempo.

“Las dietas son un recurso inefectivo para controlar crónicamente la motivación a comer, hedónicamente activada.” Lowe M, Obes Res 2003.
La evidencia que otorga la experiencia demuestra que tantas dietas no solo no han dado con la solución al problema de la obesidad, sino que paradójicamente, contribuyen a agravarlo y a poner en riesgo la salud física y psicológica de tanta gente que recurre a ellas cargada de esperanzas y sufriendo una decepción tras otra al volver a recuperar el peso perdido.
La pregunta es ¿hasta cuándo continuará esta fe ciega en algo que evidentemente, no funciona?
La solución es simple, aunque no rápida ni fácil. Parece mucho más razonable mejorar la relación que se tiene con la comida llegando a una reconciliación con el deseo y el acto de comer, ya que son vitales.
Existen ciertos puntos clave en esto y deben practicarse en forma paulatina y acompañados por profesionales capacitados para ello:
· Aprender a diferenciar el hambre real, del deseo compulsivo de comer (comer por ansiedad).
· Moverse: aumentar la actividad física, no solo la programada sino la de todos los días (subir más escaleras, estacionar el auto o bajarse del colectivo a unas cuantas cuadras del lugar de trabajo para obligarse a caminar, aprovechar cada oportunidad para ponerse de pie y caminar en lugar de permanecer varias horas sentado). Puede ser útil el uso de un cuentapasos.
· No existen alimentos malos ni prohibidos, solo cantidades y ciertas combinaciones que no deben realizarse como costumbre. Se puede comer un chocolate o un alfajor o una porción de pizza y no se acaba el mundo: “Como no está prohibido, puedo comer un poco hoy, total mañana es otro día y puedo comer otro poco” (Cuando algo se prohíbe, se reprime y al caer en la tentación, es común abusar).
· Comer un poco de todo, todos los días. No hacer un menú rígido ni restringido, aprender a “armar” el plato de comida de la siguiente manera: la mitad con hidratos de carbono (fideos, arroz, papas, etc.) y la otra mitad con proteínas (carne de vaca, pollo o pescado, huevos o soja) y vegetales (cocidos o ensaladas), con un poco de aceite crudo, si es de oliva, mejor.
· Preferir las formas de cocción más saludables: cazuelas, al horno, a la plancha, hervidos y tratar de disminuir los alimentos fritos.

. Tomar suficiente agua diariamente, más aún en los días de mucho calor y cuando se hace actividad física. Evitar las gaseosas (aunque sean dietéticas), prefiriendo los jugos de frutas frescas e infusiones sin azúcar. Limitar el consumo de bebidas alcohólicas y, si va a beber alcohol, procurar que la comida sea baja en grasas.
· Y, finalmente, que la comida sea el centro de tu plato y no de tu vida!
En su innovador enfoque “no dieta”, la Doctora Mónica Katz, médica especialista en Nutrición y Directora del Curso de Posgrado de Nutrición Clínica en la Universidad Favaloro, afirma que “ningún alimento debe estar prohibido, si la idea es tener una buena calidad de vida, y un cuerpo cómodo y sano. Solo es cuestión de aprender a regular la ingesta basándonos en el propio registro de hambre.”